lunes, 9 de septiembre de 2013

300 años después

Vuelve a estar en el candelero de todos los medios informativos el conflicto de Gibraltar. En esta ocasión como consecuencia de unos grandes bloques de hormigón que los gibraltareños han arrojado a la bahía, según parece, para crear una especie de arrecife artificial que, sin embargo, en palabras de nuestros compatriotas pescadores, lo que hacen realmente es impedir su trabajo en este tradicional caladero. Una más. Otra más. Nada nuevo bajo el sol.

Las consecuencias y su correspondiente acción-reacción no han tardado en llegar. El Gobierno español utiliza las medidas de presión a su alcance y el británico responde con las suyas, entre las que habitualmente suele incluir, supongo que por si se nos ocurriera invadirlos, algún que otro buque de la Navy.

El resultado final, el de siempre. A aquél lado de la verja, el carcajeo generalizado a cuenta de la enésima vuelta de tuerca que, de forma palpable, va consiguiendo todos y cada uno de sus propósitos ante el convencimiento y la experiencia acumulada de que, enfrente, sólo tiene a alguien que todavía no sabe muy bien lo que quiere y que, según el tiempo político que toque, actúa cual veleta al albur de los vientos.

A este lado, quejas, lamentos, impotencia, descontento generalizado y un creciente hartazgo ante la torpeza de las castas políticas que pastorean nuestros destinos -y nuestros impuestos- y que, ensalzados en sus minucias y corruptelas varias, prefieren utilizar el caso como arma arrojadiza contra el no correligionario en vez de hacerlo contra el verdadero causante de la situación. La penosa disputa doméstica, aparte del inútil gasto de energías, ofrece de paso y gratuitamente una imagen pública lamentable, bochornosa, indigna de quienes se jactan, sin pudor, de perseguir el interés general.