lunes, 9 de septiembre de 2013

300 años después

Vuelve a estar en el candelero de todos los medios informativos el conflicto de Gibraltar. En esta ocasión como consecuencia de unos grandes bloques de hormigón que los gibraltareños han arrojado a la bahía, según parece, para crear una especie de arrecife artificial que, sin embargo, en palabras de nuestros compatriotas pescadores, lo que hacen realmente es impedir su trabajo en este tradicional caladero. Una más. Otra más. Nada nuevo bajo el sol.

Las consecuencias y su correspondiente acción-reacción no han tardado en llegar. El Gobierno español utiliza las medidas de presión a su alcance y el británico responde con las suyas, entre las que habitualmente suele incluir, supongo que por si se nos ocurriera invadirlos, algún que otro buque de la Navy.

El resultado final, el de siempre. A aquél lado de la verja, el carcajeo generalizado a cuenta de la enésima vuelta de tuerca que, de forma palpable, va consiguiendo todos y cada uno de sus propósitos ante el convencimiento y la experiencia acumulada de que, enfrente, sólo tiene a alguien que todavía no sabe muy bien lo que quiere y que, según el tiempo político que toque, actúa cual veleta al albur de los vientos.

A este lado, quejas, lamentos, impotencia, descontento generalizado y un creciente hartazgo ante la torpeza de las castas políticas que pastorean nuestros destinos -y nuestros impuestos- y que, ensalzados en sus minucias y corruptelas varias, prefieren utilizar el caso como arma arrojadiza contra el no correligionario en vez de hacerlo contra el verdadero causante de la situación. La penosa disputa doméstica, aparte del inútil gasto de energías, ofrece de paso y gratuitamente una imagen pública lamentable, bochornosa, indigna de quienes se jactan, sin pudor, de perseguir el interés general.

Y es que, por más que lo intento, nunca llegaré a entender la poderosa razón que impide a nuestros ociosos prebostes fijar una lógica y consensuada postura común ante uno de los anacronismos más relevantes de este siglo XXI: la existencia en el territorio de un estado moderno y democrático de una colonia de otro que, ahí es nada, comparte su mismo entorno y con el que se mantienen multitud de lazos culturales y sociales, así como alianzas económicas, políticas y militares. Me lo explique alguien.

Sea como fuere, para contextualizar históricamente este conflicto hay que remontarse tres siglos atrás, concretamente a principios del S. XVIII, cuando, en plena Guerra de Sucesión española, una escuadra anglo-holandesa conquistó Gibraltar para los austracistas de Carlos de Habsburgo. Era el 4 de Agosto de 1704.

El Tratado de Utrecht (1713) puso fin a esta “Guerra española”, aunque no a las hostilidades, que aún perdurarían algún tiempo más. La secular e histórica indolencia hispana volvió a quedar en evidencia en la firma de esta serie de tratados. Tanto es así que si algo quedó meridianamente claro de todo este embrollo sucesorio –tema de Cataluña incluido- fue que a las dinastías litigantes les importaba lo justo el futuro de España. No así el de su Imperio, que, en barra libre, desgajaron y se repartieron a su mayor provecho.

Del radical cambio geopolítico que estos acuerdos supusieron para Europa hubo muchos beneficiados. Uno, de manera sobresaliente: Gran Bretaña. Entre otras posesiones al otro lado del Atlántico, consigue por estos lares Gibraltar y Menorca y con ellas la supremacía naval en el Mediterráneo. También dos concesiones comerciales menos conocidas pero no por ello de suma importancia para el futuro inmediato de lo que había quedado de Imperio español; una, el llamado Asiento de negros, que permitía la introducción de 4.800 negros africanos cada año en la América hispana –los denominados Piezas de Indias- durante un período de tres décadas y otra el Navío de permiso, un barco de 500 toneladas de mercancías que, anualmente, la Corona española dejaba comerciar a los ingleses en los puertos españoles del Nuevo Mundo.

Ambas concesiones, como antes apuntábamos, influyeron muy negativamente en las futuras transacciones comerciales de los distintos territorios del imperio español, ya que acentuaron su progresivo declive y además ponían fin al monopolio mercantil que desde el descubrimiento de América pretendió ejercer la Corona Española. Por el contrario, para los intereses británicos fueron tremendamente positivas, ya que auspiciaron un libre comercio para sus productos y manufacturas bajo un manto de legalidad que, a usos y costumbres, poco tardaron impunemente en pervertir con una práctica que ha llegado hasta nuestros días y que siempre les reportó pingües beneficios, el contrabando.

Ambas concesiones se recuperaron años después, en 1750, a cambio de 100.000 libras. Menorca también se rescató en 1782, con motivo de la Guerra de Independencia de sus colonias americanas de la que salieron derrotados los ingleses, y aunque se volvió a perder en 1798, regresó a manos españolas definitivamente en 1802.

A pesar de las muchas presiones recibidas a lo largo de todo este tiempo, los hijos de la Gran Bretaña se han negado sistemáticamente a devolver el Peñón de Gibraltar, situación que se mantiene y que aquí hoy nos ocupa. Quizás, para tener más elementos de juicio con los que entender este conflicto, que ya comienza a perderse en la noche de los tiempos, merezca la pena leer, para conocer su literalidad, el mencionado Tratado de Utrecht firmado entre España y Gran Bretaña. El tenor de su artículo X es el siguiente:

“El Rey Católico, por sí y por sus herederos y sucesores, cede por este Tratado a la Corona de la Gran Bretaña la plena y entera propiedad de la ciudad y castillo de Gibraltar, juntamente con su puerto, defensas y fortalezas que le pertenecen, dando la dicha propiedad absolutamente para que la tenga y goce con entero derecho y para siempre, sin excepción ni impedimento alguno. Pero, para evitar cualquieras abusos y fraudes en la introducción de las mercaderías, quiere el Rey Católico, y supone que así se ha de entender, que la dicha propiedad se ceda a la Gran Bretaña sin jurisdicción alguna territorial y sin comunicación alguna abierta con el país circunvecino por parte de tierra. Y como la comunicación por mar con la costa de España no puede estar abierta y segura en todos los tiempos, y de aquí puede resultar que los soldados de la guarnición de Gibraltar y los vecinos de aquella ciudad se ven reducidos a grandes angustias, siendo la mente del Rey Católico sólo impedir, como queda dicho más arriba, la introducción fraudulenta de mercaderías por la vía de tierra, se ha acordado que en estos casos se pueda comprar a dinero de contado en tierra de España circunvecina la provisión y demás cosas necesarias para el uso de las tropas del presidio, de los vecinos u de las naves surtas en el puerto.

Pero si se aprehendieran algunas mercaderías introducidas por Gibraltar, ya para permuta de víveres o ya para otro fin, se adjudicarán al fisco y presentada queja de esta contravención del presente Tratado serán castigados severamente los culpados. Y su Majestad Británica, a instancia del Rey Católico consiente y conviene en que no se permita por motivo alguno que judíos ni moros habiten ni tengan domicilio en la dicha ciudad de Gibraltar, ni se dé entrada ni acogida a las naves de guerra moras en el puerto de aquella Ciudad, con lo que se puede cortar la comunicación de España a Ceuta, o ser infestadas las costas españolas por el corso de los moros. Y como hay tratados de amistad, libertad y frecuencia de comercio entre los ingleses y algunas regiones de la costa de África, ha de entenderse siempre que no se puede negar la entrada en el puerto de Gibraltar a los moros y sus naves que sólo vienen a comerciar.

Promete también Su Majestad la Reina de Gran Bretaña que a los habitadores de la dicha Ciudad de Gibraltar se les concederá el uso libre de la Religión Católica Romana.


Si en algún tiempo a la Corona de la Gran Bretaña le pareciere conveniente dar, vender, enajenar de cualquier modo la propiedad de la dicha Ciudad de Gibraltar, se ha convenido y concordado por este Tratado que se dará a la Corona de España la primera acción antes que a otros para redimirla.”

Blanco y en botella, así que insisto: no sé a qué esperan nuestros electos próceres para tener una postura común del más amplio consenso posible que, necesariamente, sea ajena e independiente a cualquier alternancia política. No sé a qué esperan para elevar el conflicto, de una vez por todas, a las correspondientes instancias y foros internacionales y defender allí, con precisa y firme dignidad, nuestras muchas razones. Por último, no sé a qué esperan para, con el mayor de los respetos, con sutil diplomacia, informar al señor Cameron, a sus sucesores, que Gibraltar nunca podrá ser de los “llanitos”, ya que si ellos esgrimen el dichoso tratado para según qué legitimidades, nada nos impediría a nosotros hacerlo para según qué otras. En plata, o Gibraltar pertenece a la Corona de su Graciosa Majestad, o a la de aquí, que, dicho sea de paso, de un tiempo a esta parte no parece estar para muchas gracias.

No caben más alternativas. Con las leyes y resoluciones internacionales en la mano, con una lectura pausada y serena del tratado, no les será difícil comprender que, trescientos años después, han desaparecido todos y cada uno de los argumentos que podían justificar la ocupación. Por tanto, para que el árbol nunca impida ver el bosque, el primer e ineludible punto a convenir en futuras ocasiones no debería ser otro que aquél en el que se recojan las condiciones para que este territorio vuelva a estar, lo más pronto posible, bajo soberanía española. Esto, siempre y cuando accedan alguna vez a negociar, que estos ingleses son muy suyos y a lo mejor se lo toman a la tremenda y nos mandan a la Royal Navy al completo. En tal caso, para que vean que tampoco somos mancos, no nos quedará otra que, un poner, enviar al Foreing Office una copia de “Torrente en Marbella” para que vean la que, también, podemos liarles de continuar en su empeño.

No hay comentarios:

Publicar un comentario