jueves, 27 de mayo de 2010

Descansa ya el alma cofrade de Castro

Descansa ya el alma cofrade de Castro mientras ordena recuerdos y recorre nostalgias, con la satisfacción del deber cumplido, con la alegría por el trabajo bien hecho. Descansa ya el alma cofrade de Castro con la vista oteando el porvenir, tratando de buscar los modos con los que seguir haciendo realidad las utopías, revestida del afán irreductible con el que tratar de superar cuantas encrucijadas planteen futuras épocas.

Y para hacer cofrade crónica de la Semana Santa de este año de Nuestro Señor Jesucristo de 2010, nada mejor que un vistazo a los lugares comunes de la conmemoración, a las horas repletas de sentimiento, a los días desbordados de inquietud, a la semana solapada de esperanza y devoción.

Comencemos pues por el principio del fin -desde el que tantos cofrades, si pudieran, cambiarían el cómputo del tiempo-, un Domingo de Ramos que volvió a traer el primer olor de incienso, el primer rachear costalero, el primer tronar de los tambores, la primera infantil ilusión, la primera feliz algarabía con los que volver a Castro aclamador Jerusalén. Y para que todo siguiera igual siendo distinto, la imagen de una niña estrenaba esta Semana Santa acompañando a Jesús en su Entrada Triunfal. Sin duda, el más esperanzador resurgir de los comienzos.

Alegrémonos también de que el Lunes Santo parece convertirse en el día de los romanos. La iniciativa de hacer un desfile conjunto las tres escoltas de las Hermandades que los tienen parece que va tomando fuerza y empaque. Perseverancia en el intento.

Desde la Ermita de Nuestra Patrona, María Santísima de la Salud, sigue saliendo cada Martes Santo una joven Hermandad que camina con paso firme en pos de sus muchos y loables objetivos. Procesionan este día un Cristo que agoniza, invocado Señor de la Salud. El resto del año lo siguen venerando a través de tantos Cristos actuales como nos pasan desapercibidos. Guardan luto en sus túnicas y cubren su rostro de anonimato y pasión, de humildad y buen hacer. Desfilan sin más ruido que muchos hechos un solo tambor, sin más música que la de dos clarinetes y un solo fagot.

Silencio. Lamento en las campanas de la Asunción. Es Miércoles Santo. Incienso y luz de cera, afilado negro en los capiruchos y efímero granate en la flor. El ruido que a su paso enmudece y la quietud que por Él demanda oración. Arriba, en el camposanto, dolor por un recuerdo, por una ausencia, por un amor. Castro enjugando lágrimas de luna en primavera, mientras de Cristo, en su Buena Muerte, perdón y esperanza espera.

La Cruz, la Vera Cruz, pinta de oro y verde el crepúsculo por Jueves Santo, de caoba y plata el umbral de la soñada noche. La Cruz, la Vera Cruz, señala el camino siendo refugio, destino y guía. Tras ella el Señor orando en el Huerto, el momento más humano de la Pasión, y el Señor Preso, y María de los Dolores. Y para tratar de confortarlos en su dolor, de toda edad y condición, un sinfín de corazones que rezan con los cuellos y los pies, que los escoltan, que los alumbran, que los acompañan con su música, que nunca los abandonan. Popular y populosa hermandad La Primera.

Siempre puntual hace su salida. Jesús Nazareno carga con su Cruz. La Madrugá. Con Él muchos castreños, con su devoción, con sus promesas, con sus sentimientos, con su gratitud… Con Él una pena que se hace pregón, una tristeza sentida saeta, una congoja sincera oración. Con Él no sienten los pies descalzos el frío, ni el hombro el peso de la penitente cruz. Con Él, por Él, tras Él, cuatro siglos rememorando el rito, revalorizando la particular tradición, actualizando de nuevo nuestra más genuina idiosincrasia.

Llena de sol y de color, la tarde del Viernes Santo viste con sus mejores galas para ver desfilar a los romanos. Poco después, cuando ya la noche señoree en sus tinieblas y la música traiga la tristeza desde el Convento, un angustioso silencio anunciará que Cristo ha muerto por todos nosotros. Lo vemos de nuevo crucificado, inerte, derramando Amor y Misericordia a su paso. También en su Sepulcro de cristal y madera, tintineante la cera, ungida con prisa su muerte porque ya se acercaba el sábado. Siempre tras Él, su madre, María en su más desconsolada Soledad.

Resucitará al tercer día según las escrituras. En Castro, como la luz que cada Domingo de Pascua alarga la sombra de San Rafael cuando se cruzan los guiones, así lo hace, con júbilo y con gozo, con esperanza y con buena nueva, tiñendo de blanco las túnicas y los verduguillos que no pueden tapar tan radiante alegría, la que en este día lleva en advocación su Santísima Madre. Y es que con Él se hizo la luz, su Luz, la que eternamente alumbra al mundo.

Así ha sido, siempre igual y siempre diferente, imposible de glosar en poco más de unos cientos de palabras. Así ha sido, como antes, como ahora, como siempre, porque ésta y no otra es la Semana Santa que sentimos y que amamos, por la que luchamos y trabajamos. Sólo resta pedir al Todopoderoso que, por los siglos de los siglos, así sea.

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