viernes, 9 de abril de 2010

Cartas a C: Un paseo por el tiempo

Querido C:

Sumergirse en la nostalgia produce siempre sensaciones contrapuestas. Una gran mayoría de las veces, la íntima realización de este ejercicio termina por desembocar en una tristeza melancólica invadida de recuerdos, palpables y vivaces en nuestra mente, sutiles e intangibles irremisiblemente en la realidad. Y es que, de ninguna manera, casi nada de lo que añoramos es recuperable; ni ausencias queridas, ni edades pasadas, ni momentos vividos. Mucho menos el tiempo, siempre en constante e indiferente avance cual infinito bucle. Afortunadamente, entre vuelta y vuelta, este implacable juez nos permite en ocasiones la oportunidad de recrear lo vivido, de andar por donde anduvimos, de poder ver lo que alguna vez vimos, de rescatar olvidadas emociones para volver a gozar con lo ya conocido.

Sabes, últimamente he podido disfrutar con una de estas oportunidades. He podido trasladarme muchos años atrás, alegrarme al comprobar que no todo está perdido. Últimamente, he podido deleitarme con unos rincones singularmente bellos a los que la mayor parte del año nos empeñamos en tapar, en afear, en violentar. Últimamente, he podido apreciar que la cal ha renacido inmaculada como si fuera primavera, y que las paredes sobre las que se adhiere no han perdido ni un ápice de su firmeza. Últimamente, me han vuelto a alumbrar aquellos vetustos faroles, los que permitieron irse a descansar a las tenues y coronadas bombillas; la luz que irradian sigue siendo mudo testigo del deambular de las sombras y, si le preguntas, asiente que de noche también se escriben historias. Últimamente, los rehechos empedrados han escapado por unos días del avasallante sabor del caucho y lo han cambiado por el de serenas pisadas que, en inusual tránsito, apenas si querían molestar ni dejar huella. Sí continúan dejándolas algunos modernos e idealizados ingenios; en varias esquinas he comprobado que muchos de sus sempiternos desplomes han sido de nuevo agredidos. Quedan los recodos horadados, el difuso y rozado color, el contemporáneo sacrificio que, a modo de perniciosa herida, debe hacer la desigual estrechez.

Y es que, últimamente, en compañía de unos amigos, tuyos también, di un agradable paseo por la Villa. Partimos de nuestra Casa Hermandad, bajando por la calle Estrella. Atrás fuimos dejando el festivo jolgorio, el incesante ir y venir, el trajín de una gente ávida por gritar con su presencia que estas calles también les pertenecen. Absorto en mis cavilaciones, apenas si intervine en la charla. Mi pensamiento estuvo en la suavidad ceñida de la cuesta, en las macetas de algunos zaguanes, en los vistosos ladrillos y en las piedras de las mesetas donde descansan otrora ilustres balcones. Estuvo en el antes, en la casa del inolvidable maestro, la del albañil, la de tantos que vivieron. También en algunos consentidos atropellos al entorno, al significado.

Al entrar en la calle Palma, mi calle, recité los nombres de todos los vecinos con los que compartí cercanía. Casa por casa, uno tras otro, fueron siendo rescatados del olvido y recordé sus rostros, y el tono de sus voces; evoqué el sonido de aquella radio informando a la madrugada mientras esparcía su soniquete a los cuatro puntos de la encrucijada; oí el golpe cadencioso del matasellos turbando la sagrada paz de una siesta de verano; y por un momento tornaron la calma de las noches y el silencio de los días, y la lluvia salpicando la angostura, y el frío perfumado de alhucema; y en cada recoveco creí ver una patulea de chiquillos invitándome a jugar, a compartir, a imaginar. Muchos de aquellos se fueron. Otros siguen dando vida a la calleja de Los Dolores, saboreando día a día ese encanto que sólo tienen las cosas únicas. El llanete de El Pilar, porque así se llama, volvió a inundarse con el inconfundible olor de la anea y, de inmediato, busqué en mis bolsillos un trozo de hilo y una cerilla con los que engañar a aquellas arañas que vivían entre las piedras y que, una vez capturadas, enfrentábamos en la loza de alguna gradilla.

En la calle Rincón seguía estando el Reñidero, reservado y discreto ante presencias extrañas, casi inaccesible para los que no son de aquí. Dentro saludé a un viejo amigo, aquel árbol al que trepábamos intentando emular hazañas de fornidos héroes en blanco y negro. Lo aprecié de menor tamaño, quizás un poco agobiado por el peso de los años, algo agostado, pero, afortunadamente, vivo. Los achaques no le impiden asomarse por su incomparable mirador para continuar disfrutando de un singular paisaje, de unas vistas que, muralla abajo, mezclan el blanco y el ocre de las casas desparramadas a sus pies, el alineado verde del olivar en el horizonte, el cetrino de los eucaliptos mediando entre la carretera y el río. Dios siempre te guarde.

Porque continuamente parece estar más cerca de Él, con una fugaz mirada se puede sentir su ubicua presencia en la calle Concepción. No sé explicar por qué, pero sus revueltas huelen permanentemente a Semana Santa, a incienso y a cera derretida. Quizás sea porque su sinuosidad, como ninguna otra, abraza las imágenes de Jesús y María para ralentizar su marcha, para poder consolarlas y rezarles despacio. Quizás porque sus salientes fueron puestos adrede para poder disfrutar durante más tiempo de la música, del sonido de las zapatillas de los romanos al cruzarse en sus esquinas, del golpeo de la madera hecha penitencia descansando en el suelo, del tintineo entristecido de la luz buscando confortar la angustia y el dolor. Quizás porque, atrapar el palio de los Dolores, alentar a un exhausto Nazareno y ungir los brazos de la Buena Muerte o de la Misericordia en su Cruz, sea privilegio que el Todopoderoso, en honor a su nombre, ha querido otorgarle.

En el Llano del Colegio nos reencontramos con la pequeña Capilla y su espadaña mirando de soslayo la cuesta Santo Cristo; junto a ellas, el edificio que al espacio sobrenombra. Felizmente respetadas por actuales aspectos, las piedras de su portada susurran relatos sobre monjas educandas, sobre filas de internos de camino o regreso a la escuela, sobre enamoradizas adolescencias ansiosas de que su sueño apareciera por alguna de aquellas ventanas, sobre horas y horas de guardia que mi niñez nunca llegó a comprender. Mirándolo de frente, el Pósito, nombrado así para confundir, puesto que todos los castreños de cierta edad sabemos que es el Gato Palo.

El tramo de la calle San Juan ha conseguido olvidar su escatológico apelativo y el llanete que lo ensancha se mostraba en todo su esplendor, en toda su belleza coqueta forzando airosa el nivel del suelo hasta derramarlo por la calle Hospital. No me cabe la menor duda de que tan peculiar estampa fue concebida así con el fin de inspirar la obra cervantina.

San Rafael guarda el Castillo y su puerta de Martos oteando horizontes. La verja que protege el basamento ya no da calambre y se ha puesto difícil acceder a su interior; alguien enderezó hace ya algún tiempo el curvado barrote y provocó con ello un daño colateral de gran importancia. Los chavales de ahora tendrán que buscar un nuevo e infalible método con el que seguir demostrando el excesivo perímetro craneal de alguno de sus iguales.

Negro sobre blanco desafía normas el desliz “juanrramoniano” del rótulo más moderno de la calle trasera de la Iglesia. En el campanillo que la domina, como musa inspiradora de precoces poetas, lleva algunos años anidando una cigüeña. Desde allí observa cómo la vieja puerta de “El Arca” franquea ahora otras vicisitudes. Cuando estudiaba el contorno de los arcos debatiendo con el naranjo, cruzó por ella la necesidad hecha virtud, el respetado magisterio, el despreocupado aprendizaje, el juvenil ideal de mil tardes vestidas por la espera y la impaciencia. Y es que, a muchas cosas sabe el claustro; a histórica congregación por encima de todas.

En el gran Llano sobre el que se va enredando todo el recinto concluyó nuestro paseo. Señoreándolo, el metal adormecido guardaba silencio y sólo llegó a sobresaltarse cuando el martillo golpeó alguna hora. La fachada de la Parroquia sigue suavizándose, difuminando su esculpida fábrica al soportar tenazmente la furia desmedida de la rosa de los vientos, los embates preñados de humedad que llegan de poniente, la escarcha y la helada vencidas por la luz que toma las mañanas, el sol abrasador que la bruñe tantos mediodías. Desvaídos los ornatos, aguanta firme el cimiento para sostenerla erguida, perdurable, siempre símbolo y referencia. La argamasa de lo nuevo con lo antiguo se perpetúa desgastándose, envejeciéndose; en su afán por permanecer se aferra a la vida rejuveneciendo cada día en los recuerdos, en la guardada memoria de todos cuantos en su regazo nos sentamos, de todos cuantos a sus pies crecimos y jugamos, de todos cuantos, con ella, sentimentalmente nos identificamos.

Agujero abajo fue reapareciendo la cotidiana realidad. Mientras descendíamos por la empinada cuesta, me alegré de que una figuración consiguiera mostrar muchas desconocidas intimidades y esencias. Me alegré de que La Villa pudiera descubrirse como fue, como es, como debe ser; con su singular hermosura, con su enorme atractivo, con su apostura y su donaire, tantas veces escondidos y atrapados, tantas agredidos y obligados. Sólo había que mirar las muchas caras forasteras para confirmar cuanto digo. Gracias, pues, a todos los que al organizar e impulsar “Ars Ólea” lo han hecho posible. Mi felicitación y mi aplauso por tan acertada iniciativa.

Me gustaría aprovechar la ocasión para apuntarte la ineludible necesidad de propiciar fórmulas que, sin perjudicar a nadie, nos permitieran disfrutar siempre así de tan inigualable legado. Soy consciente de la tremenda dificultad que tal hecho conlleva; pero también, de que no es imposible. Con trabajo y con imaginación, con el esfuerzo de todos, quizás consigamos entender dónde radica su verdadero potencial turístico, sus demostradas posibilidades generadoras de riqueza, su importancia histórica como simpar escenario en el que, durante cientos de años, se han ido forjando nuestras señas de identidad.

Termino aquí este más que prolijo intento de saldar la vieja deuda. Cuestión aparte es que lo haya conseguido, porque, una cosa es corresponder al apego y otra distinta tener el absoluto convencimiento de que sea ésta la manera más adecuada de hacerlo. En cualquiera de los casos, corre ya de tu cuenta.

Cuando esta carta vea la luz, aunque está de moda tratar de enmascararlo, será tiempo de celebración por la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo. No es otro mi deseo que quien se hizo carne para salvar al mundo, derrame sobre ti y los tuyos, sobre todos cuantos estas palabras lean, toda clase de parabienes.

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